...en Heidi
Desde el corral de casa donde esta aparcado con las puertas abiertas; a mis 12 años recién
cumplidos y junto a parte de mi familia, mi madre y dos hermanos, nos metemos
en el seiscientos amarillo, dirección a un nuevo lugar llamado Carabanchel, en
la gran ciudad de Madrid, para no sabía entonces, cuanto tiempo. Un largo,
monótono y ajetreado viaje a través del llano castellano nos esperaba. Guardo el
recuerdo nítido de la explanada en el pueblo de Mayorga de Campos, llena de
aperos de hierro oxidado, donde comíamos bajo el sol de verano, juntos, unos
bocadillos que mi madre nos había preparado por si surgía la ocasión, como así fue. Mientras tanto,
mi primo Miguel Carracedo buscaba la manera de arreglar el sistema de
refrigeración del 600, que echaba una nube de humo blanco por el motor. Fueron varias
horas bajo el duro sol de Mayorga hasta reanudar el incierto camino. Lo contemplaba
en marcha en mi asiento con una mezcla de tristeza e incertidumbre. Desde la
ventanilla no dejaba de mirar cada segundo el paisaje en movimiento con sus
pueblos a lo lejos, en la llanura amarilla; y sus torres de iglesia sobre las
modestas casas agrupadas a su derredor, que parece que la sostuvieran, pensé.
Cuando quedaban unos 50 km.
Miguel comento que a partir de entonces la distancia se nos haría mas corta que ninguna. No se muy
bien porque lo dijo pero, para mi, fueron los kilómetros mas largos que nunca
había recorrido metido en un vehículo; entre túneles y autopistas y cada vez
más coches a nuestros lados, fuimos llegando y llegando a la ciudad…
Así por fin, a la luz de
las farolas y focos de vehículos, llegamos de verdad al barrio que me esperaba,
Carabanchel. En la calle denominada Avda.
de Oporto. Un lugar en el que creo, desde el primer momento en que puse los
pies en el, tuve la profunda convicción, inconsciente; de que era para mi, un
lugar de paso. De la misma forma que pienso ahora, después de todo lo sucedido,
que ese montón de agua demoledora de vida que cubre el valle de mi pueblo, algún día
desaparecerá. Por que es lo justo y es lo natural, sencillamente. Y por que no
decirlo, por que el agua fluye.
Ahí debía quedarme hasta
regresar. Eso sería desde entonces lo que marcaría mi ciclo de vida, la ilusión de volver a
mi pueblo. Algo que sucedería en vacaciones pero que suponía para mí, mucho más
que eso. No recuerdo sufrir ningún trauma ni nada parecido por la ausencia de la libertad que había vivido hasta entonces, solamente los días
pasaban ahora sin mayores alicientes fuera del colegio, que mirar los coches y la
gente pasar desde la ventana a través de las rejas que la guardaban. Todos los buenos amigos que hice callejeando en aquel para mi, triste barrio madrileño; nunca llegaron ya después de pasados los años, a significar tanto como aquellos con los que compartí mi infancia en el corral.
Y nos es que no quisiera hacer amigos por estar amargado al venir a la ciudad, no. Como he dicho, ni siquiera lo recuerdo. Sencillamente, desde mi experiencia,
creo que la vida en la ciudad es, con todos los respetos, por muchas razones, aburrida y triste. Gris. Un lugar
inhóspito para un niño en el que no queda más alternativa que ser rescatado por
sus mayores dejando pocas posibilidades para desarrollar sus instintos de niño,
poco más allá de la acera de casa. Un mundo sin duda aburrido en el que mis
raíces solo se deslizaron por su superficie y obligado por las circunstancias.
Quizá ahora entendáis un
poco el porque del título de este texto, Heidi; que sin ánimo de querer ser
sensiblero, he de reconocer, su recuerdo frente al televisor en las tardes del
sábado en el piso de la avenida de Oporto, viendo los capítulos que me hacían
estremecer de emoción; como lo hacen ahora al volver a verlos 35 años después,
junto a mis hijos.
Heidi, una bonita historia
para nuestros pequeños hijos, llena de sensibilidad. Os la recomiendo.
*el pequeño de Agapito y Nati
RIAÑO VIVE
Plataforma por la Recuperación del Valle de Riaño
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